El tango como lenguaje


    Hace más de quince años que dedico mi vida a compartir y enseñar tango por el mundo. Este camino me llevó a rincones inesperados del planeta —pueblos desconocidos, idiomas ajenos, rostros nuevos— y, sin embargo, donde sea que voy, ocurre algo profundamente familiar.

    Entro a un espacio, muchas veces un modesto salón o centro cultural, y me encuentro rodeado de personas con las que no puedo intercambiar una sola palabra. Venimos de mundos distintos y, aun así, en cuestión de minutos, nos movemos juntos, respiramos juntos. A través del tango hablamos un lenguaje común.

    Lo que me fascina no es sólo el alcance del tango, sino el misterio de su impacto, su universalidad, incluso para quien no “sabe cómo”. ¿Cómo puede una danza nacida en el Río de la Plata —una geografía lejana, casi mítica para muchos— resonar tan profundamente en personas que siquiera estuvieron allí?

    He llegado a creer que el tango no proviene de un lugar del mapa, sino de un paisaje interior. Está en vos, como está en mí y sólo puede encontrarse en nuestro interior. El tango brota de esa parte nuestra que anhela conectar. Llega hasta ese espacio profundo y silencioso del Ser donde nos encontramos más allá de las palabras, más allá de las apariencias.


    El tango interior


    A menudo mis alumnos me preguntan: “¿Por qué hago esto?”. Y casi siempre la respuesta es la misma: “No puedo explicarlo, es algo que siento dentro de mí”.

    Conocí personas cuya felicidad dependía de la calidad de las tandas que habían bailado la noche anterior. Recibí llamados en el medio de la noche de amigos llorando porque sentían que se les había olvidado bailar, como si hubieran perdido una parte de su alma. Escuché voces temblorosas de emoción al describir el momento en que sintieron una verdadera conexión.

    Tendemos a pensar que el tango se trata de coreografía —de perfeccionar pasos, secuencias, estética—. Pero quienes realmente fuimos atravesados por él, quienes sentimos su lanza clavarse en el pecho —de arriba abajo, en diagonal, en todas las direcciones posibles—, sabemos que su esencia está en otro lugar.

    Con cada paso olvido un poco más los pasos. Lo que queda es el pulso, la energía, ese espacio sagrado donde nos encontramos como seres humanos. El tango no es sólo una danza: es una forma de comunión.


    Más allá de los clichés

    “It takes two to tango.”
    Todos escuchamos la frase, usada para hablar de conflictos o complicidad. Pero, como muchos clichés, distorsiona más de lo que revela.

    Sí, el tango se baila en pareja, pero sus raíces son profundamente individuales. Exige autoconciencia, presencia y madurez emocional. Antes de poder conectar con otro, debemos aprender a escucharnos: al cuerpo, a la respiración, al ritmo interno.

    El tango no necesita sólo dos personas; necesita dos individuos conscientes.
    Y, contrariamente al dicho popular, el tango no trata del conflicto, sino del encuentro. Nos enseña a escuchar, a ceder, a convivir. Bastan unas horas en una milonga para presenciarlo: personas de todas las edades, procedencias e idiomas encontrándose en silencio, hallando armonía donde las palabras tal vez no alcancen.

    Sin embargo, los clichés persisten. A menudo se presenta al tango como sensual, elegante, tenso, dramático. Y si bien esas cualidades pueden aparecer en la superficie, no son más que máscaras, disfraces que ocultan el pulso vivo de la danza.

    Incluso dentro de la comunidad tanguera acumulamos nociones, reglas y dogmas que nos limitan más de lo que nos liberan:

    • El cruce debe se ejecuta siempre a contratiempo.
    • Los rebotes suceden siempre a contratiempo.
    • La milonga es siempre más rápida, sin importar el contexto.
    • La apertura consecutiva al cruce atrás del giro va contratiempo (en el mejor de los casos, cuando hay apertura).
    • El pivote es algo que existe entre los pasos.

    En realidad, el tango respira. Se resiste a la forma fija. Nos invita a escuchar: la música, al otro, al ritmo invisible del presente.


    Un lenguaje vivo


    Mi intención no es criticar, sino invitar a la reflexión.

    El tango, para mí, es un lenguaje del encuentro —uno que trasciende fronteras, ideologías y egos—. Es un espacio de comunicación donde las palabras sobran, donde los gestos se vuelven frases y el silencio dice más que mil palabras.

    Nos convoca a un crecimiento colectivo, a refinar no sólo la manera en que nos movemos, sino también la manera en que nos relacionamos: con nosotros mismos y con los demás.

    Porque, al final, el tango expresa aquello que ni nuestros lenguajes más familiares pueden decir: las formas sutiles e infinitas en que los seres humanos podemos encontrarnos y reconocernos.

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